LAS CORTAS Y FELICES VIDAS DE EUSTACE WEAVER I
Fredric Brown
Cuando Eustace Weaver inventó su máquina del tiempo, fue muy feliz. Sabría que tendría al mundo en un puño si conservaba el secreto de su invención. Podría convertirse en el hombre más rico de la tierra, un potentado más allá de los sueños de la avaricia. Todo lo que tenía que hacer era emprender breves viajes al futuro para saber qué acciones subirían en el mercado y que caballos ganarían, para después regresar al presente y comprar esas acciones o apostar a tales caballos.
Primero comenzaría con las carreras, desde luego, ya que necesitaría mucho capital para jugar en el mercado de valores, mientras que en las pistas podría empezar con una apuesta de un par de dólares y rápidamente multiplicarla hasta lograr miles. Pero habría que apostar en las propias taquillas del hipódromo; pues, jugando así, quebraría con demasiada rapidez a cualquier corredor de apuestas y, además, no conocía a ninguno. Por desgracia, los únicos hipódromos en actividad en ese momento eran los del sur de California y Florida, ambos más o menos equidistantes: a unos cien dólares en pasajes de avión. No tenía para empezar, y le llevaría semanas ahorrar tal cantidad a partir de su salario de empleado de supermercado. Sería horrible tener que esperar tanto tiempo, sobre todo para empezar a ser rico.
Repentinamente recordó la caja de caudales del supermercado donde trabajaba en el turno de tarde, desde la una a las nueve, que era la hora del cierre. Habría por lo menos mil dólares en la caja, y la cerradura era de tiempo. ¿Qué mejor que una máquina del tiempo para atacar una cerradura de tiempo?
Cuando fue a trabajar aquel día se llevó su maquina; era bastante compacta y la diseñó de modo que cupiera dentro del estuche de una cámara fotográfica, de modo que pudo introducirla en la tienda con facilidad. Cuando puso en el casillero su sombrero y abrigo, también dejó la máquina del tiempo.
Trabajó como de costumbre, hasta unos minutos antes de la hora del cierre. Entonces se ocultó en la bodega tras una pila de cajas de cartón. Tenía la seguridad de que nadie lo echaría de menos durante la salida de los empleados, y así fue. Para mayor seguridad esperó casi una hora más, asegurándose de que todos se habían marchado. Entonces salió de su escondite, sacó la máquina del casillero y fue hacia la caja. Esta tenía un mecanismo fijo, para abrirse automáticamente once horas más tarde; Eustace ajustó su máquina del tiempo exactamente a ese periodo.
Se aferró bien a la palanca de la caja. Uno o dos experimentos anteriores le enseñaron que todo lo que usara, llevara o cogiera, viajaría con él a través del tiempo. Entonces apretó el obturador de la máquina.
No sintió nada, pero escucho el mecanismo de la caja al abrirse y, al mismo momento, exclamaciones y voces excitadas a su espalda. Se volvió, comprendiendo de inmediato el error cometido: eran las nueve de la mañana del día siguiente y los empleados de la tienda, los del turno de mañana, ya se encontraban allí, notando la falta de la caja y formando un cerrado semicírculo alrededor del hueco que quedaba en su lugar cuando la caja y Eustace aparecieron de súbito.
Por fortuna, aún tenía la máquina en la mano. Rápidamente giró el indicador a cero, y oprimió el botón.
Y, por supuesto, volvió nuevamente al punto de partida y...
[ F I N ]
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