martes, 4 de agosto de 2009

El Truco de la Espada


El Truco de la Espada

H. H. Hollis


A última hora de la tarde de un desagradable día de otoño, un topólogo de cuarenta años, empleado para enseñar matemáticas en una Universidad a la que despreciaba, aburrido por sus alumnos y amilanado por haber hecho ya todo lo importante que haría en su vida, tropezó con un grupo de estudiantes que entregaban flores y panfletos. Antes que pudiera recuperar los libros que se le habían caído del bolso e irse para continuar redactando mentalmente una memorable carta de dimisión, su mirada cayó sobre una desaseada adolescente, y quedó irremediablemente atrapado.

Pensando romper el hechizo, osadamente le dijo a ella:

—¿No estás en mi clase de topología elemental?

La muchacha lamió el cono de helado de frambuesa que sostenía y dijo, sin el menor rastro de una sonrisa:

—Usted debe estar loco. Yo no soy estudiante, sólo soy una gitana vagabunda que dice la buenaventura. —Acercó el cono de helado a los labios del profesor para que lamiera—. ¿Tiene usted algún lugar al que podamos ir, para decirle la buenaventura?

El matemático supo que ella no era gitana, ya que nuestros modernos y civilizados rumanos no se permiten el ir tan sucios como ella estaba. Él estaba convencido que ella le engañaba, pero se encontraba tan deprimido que dijo:

—¡Gitana loca! Vamos a mi apartamento, y digámonos la buenaventura y otras mentiras hasta que el mundo se derrita.

Se marcharon tomados de la mano ante la mirada de cuarenta testigos.

Dentro de su propia subcultura, sin embargo, los estudiantes rebeldes se atenían a un rígido código; y habrían muerto antes que informar al Decano de la Facultad de lo que había sucedido. De modo que la absoluta inmoralidad en que había incurrido el profesor fue inadvertida y no sería anunciada.

Cuando la hubo despojado de sus ropas, la muchacha apareció tan sucia como su aspecto externo inducía a suponer; pero eso lo determinó aún más a aprovecharse de ella. Más tarde, la convenció para que se duchara con él. Y cuando se marchó, con sus cabellos color ron partidos en dos largas trenzas, la muchacha parecía una Niña Exploradora recién frotada.

La suciedad resultaba ser para ella su equivalente del maquillaje para uso público; cuando el profesor la encontró al día siguiente, iba tan deleznablemente tiznada como siempre, y ella lamía un cono de helado púrpura bañado en jarabe de uva.

Se tomaron de la mano y se marcharon directamente al apartamento del profesor.

La joven apenas habló hasta última hora de la tarde, después que ellos se hubieron duchado juntos. Ella se estaba secando el pelo, y la información brotó confusamente.

—Hoy estuve en el despacho del Director —dijo—, y le he contado lo que hay entre nosotros.

El profesor se sentía tan satisfecho que contempló la ruina de su carrera académica con placer.

—De acuerdo, charlatana. ¿Cómo vamos a vivir ahora?

—No soy realmente una gitana —dijo ella—, pero la otra vez que me escapé de casa estuve en un carnaval. Conozco el truco de las espadas. Tú podrías ser un mago indio. Podríamos montar un número, unirnos a unos feriantes y viajar con ellos.

—¡Puedo hacer algo mejor que eso! —exclamó el topólogo—. Hace mucho tiempo que no me dedico a la mecánica, pero tengo un pequeño laboratorio que servirá para el caso. Acompáñame al sótano del Departamento de Psicología, y te enseñaré algo que no vas a creer.

—Pruébamelo, criatura —replicó su enamorada—. Te sorprenderá lo que yo puedo creer.

Se acercaron a las silenciosas jaulas en las cuales se guardaban los animales para los experimentos, y el profesor sacó de una de ellas un robusto ratón. A continuación tomó unas tiras de plástico transparente, encendió un mechero de gas y destapó un frasco de adhesivo plástico. En unos minutos el topólogo construyó un recipiente que desafiaba a la mirada en lo que se refiere a definir su forma exacta, pero que a simple vista parecía un cilindro. En un abrir y cerrar de ojos, metió al ratón dentro del cilindro y cerró la parte superior. El ratón podía ser visto a través del plástico, pero parecía encontrarse en una postura fija, flotando en el aire con las patas y la cola extendidas, tal como había sido introducido en el recipiente.

Calentando una varilla puntiaguda, el profesor practicó un agujero, primero en un lado del pandeado cilindro, luego en el otro. Cuando la larga aguja se hubo enfriado, introdujo su aguda punta a través de un agujero y atravesó el corazón del roedor, haciendo salir después la punta por el segundo agujero. Agitando el cilindro sobre la mano de la muchacha, el profesor depositó una pequeña gota de sangre arterial ratonil sobre su muñeca.

Mientras contemplaba la gota de color escarlata, unas lágrimas asomaron a los ojos de la muchacha.

—Gran cosa, hombre gordo. ¡Asesino de ratones! —ella dijo—. ¿Crees acaso que un ratón salvaje se metería en ese tubo de plástico?

—Corazón de mi corazón —replicó el profesor—, no es un tubo. Ni siquiera es un cilindro, y desde luego no es una ratonera. Es un teseracto, como sabrías si hubieras leído una obra muy popular sobre topología.

—¡Oh! Sé perfectamente lo que es un teseracto: un dado con un dado en cada uno de los lados. Pero esa ratonera no me parece que sean seis dados rodeando a un dado.

—Desde luego que no, ya que de ser así nuestro ratón estaría muerto. Esto es un teseracto, es decir, una ilusión temporal.

—¡Una ilusión temporal!

—Sí, querida —dijo el profesor—, una ilusión temporal. La topología nos enseña que las propiedades matemáticas pueden ser completamente independientes de la forma aparente. Un círculo continúa siendo un círculo, aunque parezca un pastel de cubierta festoneada, como ocurre cuando es arrastrado sobre una superficie ondulada. Esta ratonera es un dado cubicado, parcialmente desplazado a lo largo de la dimensión del tiempo. Por eso tiene un aspecto deforme. Ven, tócalo.

Desde luego, al tacto parecía bastante sólido: un dado con un dado en cada uno de los lados; pero incluso cuando se sostenía en la mano y se tocaba, el objeto seguía pareciendo un cilindro ondulado, y el ratón seguía permaneciendo inmóvil, aparentemente muerto.

—¡Este ratón está muerto! ¡Puaj! —exclamó la muchacha.

El topólogo tiró de la diminuta espada, abrió la parte superior de la caja y depositó al ratón sobre su mano. El pequeño animal se sentó inmediatamente sobre sus patas traseras y agitó las patas delanteras, como pidiendo queso.

—¿Cómo has hecho eso? —gritó la muchacha, excitada.

—Es muy sencillo —respondió el pensador—. El exterior fluctúa con este momento del tiempo, debido a la leve torsión que le di a la forma cuando lo construía; pero el interior está fijo en el tiempo, porque la mayor parte de la masa interna está extendida alrededor del continuo, muy amplio pero finito, de espacio y tiempo que es nuestro universo. El «tiempo» ha pasado tan lentamente para este pequeño granuja, que los procesos de regeneración y de reparación de su cuerpo se han desarrollado como instantáneamente, y la herida aparentemente mortal sólo fue para él un leve pinchazo. ¿Crees que podrías meterte en un gran teseracto como éste y dejar que yo te atravesara con una espada..., sabiendo que no sufrirías el menor daño?

La muchacha palmoteó de placer.

—¡Oh, sí, cariño! Eso sería un truco mucho más desconcertante para el espectador que el antiguo truco de la espada.



El número obtuvo un éxito sensacional. Los espectadores quedaban embobados por la belleza de la muchacha. Y cuando el topólogo introducía una afilada espada a través de su maravilloso cuerpo, tan ligero de ropa como permitían las leyes locales, las multitudes se quedaban con la boca abierta. Cuando se hacía girar la caja para mostrar la punta enrojecida de la espada, las mujeres —y muchos hombres— se desmayaban. Más tarde, pagaban un dólar por cabeza para examinar la diminuta herida mientras se cerraba y desaparecía, habitualmente debajo de uno de los espectaculares senos de la muchacha.

Aquella vida de feriantes fue un idilio. Sin embargo, aunque cuarenta años no significan que un hombre sea viejo, tampoco significan que sea joven; y el profesor de matemáticas terminó por descubrir que volvía a sentirse fastidiado. El vocabulario de la muchacha no mejoraba, y su afición favorita continuaba siendo el consumo de helados. La diferencia de sus edades era suficiente para que sus actitudes sexuales básicas resultaran irreconciliables. Para él, el amor carnal necesitaba el estímulo de lo «prohibido»; para ella, el acto sexual era una función natural, como el respirar o el defecar, de modo que entre los dos no sería posible un entendimiento total, ni siquiera en la cama.

De acuerdo con la moda que había adoptado su generación, la muchacha era fiel. Podría haber otros más tarde, pero ahora ella no concedía sus favores a nadie. Al profesor le era negado incluso el acibarado condimento de los celos.

Cada noche, al final de su última actuación, cuando entraban en su alojamiento, solía levantar los brazos y, marcando unos pasos de baile como una danzarina de un harén, decía: «Ayúdame a prepararme para el baño, cariño».

Casi no sostenían ninguna otra conversación.

Al final, el idilio se convirtió en una esclavitud para el profesor.

Él encontró algún respiro cuando descubrió que un fakir hindú, que formaba parte del espectáculo durmiendo sobre clavos, vertiendo plomo derretido en sus ojos, etcétera, era un fracasado estudiante de una Maestría en Matemáticas de la Universidad de Rawalpindi. Hablando con él, el topólogo pudo evitar el volverse completamente loco. Sin embargo, estaba un poco chiflado. Detestaba a la muchacha y sólo soñaba en lo que haría cuando ella le abandonara; pero ella no se marchaba y continuaba levantando sus brazos delante de él y marcando pasos de baile, tan exquisitamente fastidiosa como un pequeño gato que continúa tirando del calcetín de uno cuando ha dado por terminado el juego.

Empezó a actuar de mala gana; en realidad, el teseracto sólo le había interesado realmente en su fase experimental. En cierta ocasión la espada que empujaba se desvió del agujero y cayó de punta sobre el dedo gordo de su pie derecho. Aquélla fue una herida real, en el tiempo real, no extendida a lo largo del continuo espacio-tiempo, y por espacio de una semana le produjo unos terribles dolores. Cada vez que cojeaba, el dolor le reafirmaba en su decisión de librarse de la muchacha, hasta que al fin su fecunda mente topológica encontró la forma.

El profesor poseía una colección de espadas que utilizaba para su espectáculo, y una noche dejó junto a su cama, al alcance de la mano, una imitación bastante lograda de una espada corta romana. En su época, aquella espada había representado un gran avance tecnológico para los fabricantes de armas, y a la belleza de su forma añadía un terrible poder de penetración.

Cuando terminó la última función, el profesor se mostró más cariñoso que de costumbre con la muchacha. Y mientras se secaban el cuerpo el uno al otro, después de su baño ritual, el profesor besó a su compañera y le dijo:

—Querida, ¿te importaría dejarme practicar la última parte del número? Últimamente no me siento muy seguro en escena...

Ella estaba tan contenta al ver que él volvía a estar contento, que accedió inmediatamente. De modo que montaron un teseracto de repuesto que guardaban en su alojamiento y la muchacha se introdujo en él con una sonrisa que casi hizo reconsiderar al profesor lo irremediable del acto que había planeado. Luego recordó los meses de fastidio y endureció su corazón. Sin que le temblara el pulso, introdujo la espada lo más cerca posible del corazón de la muchacha, al tiempo que con el pie daba un par de golpes a la construcción de plástico, modificando su forma: en vez de un cilindro pandeado, como hasta entonces, apareció como un solo dado de unas seis pulgadas de lado, con un dibujo abstracto en cada cara.

El dado era mucho más pesado de lo que parecía, ya que una parte substancial de la masa de la muchacha estaba distribuida a lo largo de toda la continuidad espacio-temporal cilindrico-esférica. Mientras contemplaba la superficie lisa como un espejo de una de las caras del dado, un ojo y una ceja se extendieron lentamente a través del plano; pero en aquel ojo no había pánico ni reconocimiento. El profesor se dio cuenta que para la ocupante de aquella singular caja, sus movimientos eran tan rápidos en apariencia como para resultar un simple manchón. Silbando, el profesor introdujo el pesado dado en su maleta y salió de su alojamiento. Se cruzó con el fakir hindú y le dijo:

—Hasta la vista, amigo. Nos hemos cansado de este circo y de sus pulgas y vamos en busca de nuevos horizontes.

Así desapareció Grax, el Espadachín del Tiempo, y apareció de nuevo un topólogo de gran talento que se había tomado unas vacaciones fuera de temporada.

Las frustraciones que casi le habían consumido antes de su aventura parecían haberse desvanecido. Se instaló con placer en una nueva rutina académica y se convirtió en un experto en su ejecución. Cada cinco años, quizá, tenía un alumno realmente prometedor; pero la escasez ya no le preocupaba. El caso era ascender en el escalafón académico.

El pesado dado era ahora un pisapapeles sobre el escritorio de su apartamento. Nadie reconoció nunca en los dibujos abstractos de sus lados los contornos topologizados de un ser humano muerto. A grandes intervalos, aparecía a través de una de las caras del prisma alguna característica anatómica identificable con la cual el profesor había trabado íntimo conocimiento, y entonces experimentaba una vaga sensación de pesar, recordando la única aventura de su vida y su trágico desenlace. Pero en aquellas raras ocasiones llenaba su pipa, abría la Revista de Topología y volvía a sumergirse en la vida apacible de la universidad.

Cuando tenía sesenta años y era casi calvo, apareció en su clase el estudiante de sus sueños, que comprendía todo lo que él decía en su difícil especialidad y replicaba con elegante desparpajo y desacostumbrada intuición a sus complicados planteamientos matemáticos. Objetivamente, sabía que el muchacho lo era todo menos guapo, pero subjetivamente (y en privado, desde luego, ahora era muy formal) consideraba que el muchacho tenía «muy buen aspecto». Esta sensación le intrigó hasta que un día, repasando unos antiguos boletines universitarios, encontró un retrato suyo de su época de estudiante. Su mejor alumno era lo bastante parecido a él como para poder ser su doble, o al menos su hermano menor.

Poco después de aquello, el profesor confió al muchacho la historia de su escapada. Al hacerlo obedeció a un impulso inexplicable, sabiendo que no era prudente; pero el muchacho empezaba a revelar el mismo raro talento que el profesor poseía para traducir las abstracciones topológicas en utensilios que hacían cosas peculiares. Y a pesar que el muchacho afectaba la amoralidad total propia de su generación, quedó impresionado por el relato; impresionado y también intrigado. Tomó la caja y la sacudió.

—Tal vez está viva —dijo—. Después de todo, el interior sólo ha sido un instante. Vamos a abrirla.

—No seas ridículo —dijo el profesor, tomando la caja y colocándola de nuevo sobre su escritorio—. En primer lugar, ella no está viva. Mientras se encuentre dentro del dado, no existirá ninguna prueba del crimen. En segundo lugar, si estuviera viva, podría acudir a la policía; o, peor aún, podría decidirse a renovar aquellas horribles y fastidiosas relaciones. Y en tercer lugar, no podemos abrirla. El dado es ahora un sistema cerrado, y ninguna parte del interior es asequible a este aspecto del tiempo y del espacio. Eventualmente, será distribuida de un modo equitativo a través de todo el universo. ¡Decididamente, no! Te prohibo que pienses en ello. ¿Cuándo vas a darme aquel artículo sobre los reinvertebrados topológicos?

La conversación languideció, y el estudiante no tardó en despedirse. Un par de días más tarde, el profesor encontró al muchacho hurgando en los bordes del dado con un aparato a base de espejos, lo cual provocó una acalorada discusión, pero paulatinamente sus relaciones volvieron a ser casi tan cordiales como antes.

Un día, el estudiante se presentó en el apartamento del profesor llevando en la mano un pequeño trozo de metal, cuya forma resultaba muy difícil de determinar. Mejor dicho, parecía cambiar de forma continuamente.

—¿Qué diablos llevas ahí? —preguntó el profesor, en tono irritado.

—Es una cinta de Moebius, cromada, retráctil, invertida y universal —dijo el joven.

El profesor se echó a reír. Todos los escolares saben que una cinta de Moebius es una tira de cualquier material, uno de cuyos extremos ha sido retorcido antes de unirlo al otro para formar un aro. La consecuencia de aquella torsión es que la cinta de Moebius se convierte en una figura geométrica que tiene un solo lado y un solo borde; aunque el sentido común puede distinguir claramente, al examinarla, que tiene dos lados y dos bordes. Sin embargo, un lápiz que trace una línea partiendo del centro de «un lado» se encontrará con su propia señal, cuando tendría que verse una línea dibujada sobre «ambos lados»... Porque sólo hay un lado, ¿os dais cuenta?

Pero todos los escolares saben lo que es una cinta de Moebius: una simple curiosidad. El profesor le explicó todo esto a su alumno, y terminó diciendo:

—Y supongo que ahora vas a decirme que tiene alguna aplicación práctica.

—Sí —dijo el muchacho—, la tiene.

Y antes de que el profesor pudiera impedirlo, se acercó al escritorio, hurgó en el dado con una mitad de la brillante cinta de Moebius y sacó los restos de una espada corta romana.

Al cabo de unos instantes, el cilindro había recobrado su antigua forma y tamaño y una joven completamente desnuda había salido de él. Estupefacto, el profesor vio una sonrosada herida triangular, que evidentemente había acabado de cicatrizar, debajo del seno izquierdo de la muchacha.

—¡Cariño mío! —exclamó ella—. ¡No vuelvas a utilizar esa cuchilla de carnicero! ¡Ha sido algo horrible!

Y envolvió al estudiante en un apasionado abrazo.

Luego vio al profesor y se ocultó detrás del joven.

—¿Quién es ese viejo calvo? —inquirió—. Yo sé lo que hay que hacer con los mirones, cariño.

Y, tras un guiño y un gesto de asentimiento, la joven y el estudiante introdujeron al profesor en el dado expansionado y lo distorsionaron hasta que se convirtió en una pequeña caja.

Incluso en el interminable instante en que se ha convertido en el interior del dado, el tiempo ha empezado a parecerle muy largo al topólogo. Sabe que la muchacha y el estudiante se han convertido en polvo hace ya mucho tiempo en el caleidoscópico mundo exterior. Está empezando a ser transparente, de modo que sabe que su substancia se está extendiendo lentamente a lo largo de toda la continuidad espacio-temporal cilindrico-esférica. Ha comprendido que cuando él esté completamente distribuido, el universo llegará a su fin; y ha redactado mentalmente un asombroso artículo, explicando todo el fenómeno. Lo único que siente es que nunca podrá enviarlo a la Revista de Topología para su publicación.



[FIN]




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