domingo, 31 de mayo de 2009

·Mise en Abyme·



ESPEJOS I Alejandro Dolina

La antigüedad clásica no conoció los espejos. Los sirios inventaron el vidrio soplado cien años antes de Cristo. Pero se trataba de un vidrio opaco. Recién en el siglo XIII, en Venecia, se pudo obtener vidrio totalmente incoloro y transparente.

Las técnicas eran absolutamente secretas. Los artesanos trabajaban en una isla muy vigilada y las penas para los infidentes eran de la mayor severidad.

En 1291 los venecianos descubrieron que si se revestía el vidrio con una lámina de metal se obtenía una superficie cuyos reflejos eran nítidos y luminosos.

Durante muchos siglos, las personas sólo podían mirarse en el reflejo de las aguas quietas o en superficies de metal pulido.

Pero como la quietud de las aguas no eran frecuentes y el metal pulido era demasiado oneroso, casi nadie conocía su propio aspecto. Las noticias que uno tenía cerca de su fealdad o belleza provenía de testimonios ajenos, siempre teñidos de subjetividad, cuando no de malicia.

El padre Sallinger aseguró en el siglo XVIII que el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no siempre estuvieron incomunicados. Hace muchos siglos ambos reinos vivían en paz y eran diversos, es decir, no coincidían como ahora sus formas y colores. Los espejos no era sino puertas que comunicaban un reino con otro.

Pero un día la gente del espejo invadió la tierra. Hubo una larga lucha y finalmente el Emperador Amarillo derrotó a los invasores. El castigo que les impuso fue horroroso: los encarceló en los espejos y los obligó a repetir todos los actos de los hombres.

Así están las cosas ahora. Pero un día la gente del espejo volverá a rebelarse.

Primero advertiremos algunas imperfecciones en los reflejos. Después oiremos sonidos extraños hasta que un color no parecido a ningún otro señalará el comienzo de la nueva invasión. Las barreras de vidrios se romperán y esta vez la gente del espejo vencerá.

Es probable que los sucesores del Emperador Amarillo ejerzan vigilancia permanente sobre el mundo del espejo. Quién sabe qué clase de atentos guardianes estarán pendientes de la mínima heterodoxia de las imágenes para dar la voz de alarma. Tal vez la rebelión esté próxima y también la venganza. Acaso pronto conozcamos la horrible la condena de repetir servilmente los movimientos ajenos.

Pero en este último instante aparece una idea perturbadora. ¿Quién nos asegura cuál es exactamente nuestro lado en el espejo? ¿Quién puede jurar que decide sus movimientos?

Cabe la ansiada posibilidad de que otros estén tomando nuestra decisiones sin que nosotros nos sospechemos siquiera. Y quizá hasta nuestro más soberano grito de libertad no sea sino el cumplimiento de unas conductas que amos desconocidos nos imponen.

En ese caso el color misterioso no debe ser para nosotros una posibilidad alarmante sino una esperanza. ¡Que tiemble el Emperador Amarillo! La hora de la venganza suena sólo para los derrotados.

"El Libro del Fantasma" – Alejandro Dolina, 1999.


[ F I N ]





domingo, 17 de mayo de 2009

Imagínate


IMAGINATE

Fredric Brown

Imagínate espectros, dioses y demonios.

Imagínate infiernos y cielos, ciudades flotando en el cielo y ciudades hundidas en el mar.

Unicornios y centauros. Brujas, hechiceros, genios y fantasmas.

Ángeles y arpías. Hechizos y sortilegios. Elementales, espíritus familiares, demonios.

Es fácil imaginarse todas estas cosas: la humanidad se las ha imaginado durante miles de años.

Imagínate naves espaciales en el futuro.

Es fácil imaginárselo; el futuro se aproxima realmente y habrá naves espaciales en él.

Así pues, ¿existe algo que sea difícil de imaginar?

Claro que sí.

Imagínate un trozo de materia y a ti mismo dentro de ella, consciente, pensando, y por lo tanto sabiendo que existes, capaz de mover ese trozo de materia en cuyo interior te hallas, de hacerla dormir o despertarse, amar o subir una colina.

Imagínate un universo - infinito o no, como tú desees representártelo -, con un billón, billón, billón de soles en él.

Imagínate un grumo de barro girando locamente en torno a uno de esos soles.

Imagínate a ti mismo, en pie sobre ese grumo de barro, girando con él, girando por el tiempo y el espacio hacia un destino desconocido.

¡Imagínate!


[ F I N ]



sábado, 9 de mayo de 2009

El Robot que quería Aprender

Al igual que los esclavos o siervos humanos, los robots sólo necesitarán - desde el punto de vista de sus dueños, por lo menos la educación estrictamente indispensable. Un siervo sólo "necesitaba saber lo que tenía que hacer, y cómo hacerlo... rápidamente. Cualquier otro conocimiento era inútil, y potencialmente peligroso, dado que tiende a provocar preguntas tan inconvenientes como: "¿Es justo que las cosas sean como son?". Y, cuando uno se daba cuenta, el fiel Wamba estaba estudiando el modo de prenderle fuego a la casa de su dueño, y afilando significativamente su hoz... Es demasiado pronto para saber si los robots reaccionarán del mismo modo, pero ellos están destinados también a "conocer" exclusivamente la clase de trabajo que hayan de realizar

Sin embargo, algunos robots tendrán acceso a un tipo de información que podemos calificar de excesiva; un robot bibliotecario, por ejemplo, tendrá que almacenar una enorme cantidad de conocimientos para responder a una simple pregunta...



EL ROBOT QUE QUERIA APRENDER

por Harry Harrison

Lo malo del Archivador 13-B445-K era que deseaba aprender cosas que no le incumbían en absoluto. Cosas hacia las cuales ningún robot debe encaminar su atención... y mucha menos su capacidad investigadora. Pero el Archivador era un tipo de robot muy extraño.

Lo que le ocurrió con la rubia de la sala 22 debió haberlo considerado como una advertencia. Acababa de salir del almacén con un montón de libros, y al entrar en la sala 22 la vio empinada sobre la punta de los pies para alcanzar un volumen de la estantería.

Pasó junto a ella, y unos metros más allá se detuvo. Se quedó mirándola fijamente, con un extraño brillo en sus ojos metálicos.

La muchacha era muy bonita pero, aun en este caso, no era lógico que llamase la atención de un robot... sin embargo; al Archivador se la llamó. Se quedó allí, mirando, hasta que la rubia se volvió súbitamente, al notar la intensidad de su mirada.

-Si fueras un ser humano, Buster -le dijo-, te daría una bofetada. Pero, como no eres más que un robot, me gustaría saber por qué diablos me estás mirando con tanto interés.

Sin vacilar ni una milésima de segundo, el Archivador respondió: Se le está cayendo la media.

Y a continuación dio media vuelta y se marchó.

La rubia sacudió la cabeza, se subió la media, y anotó mentalmente un tanto en favor de la electrónica.

Hubiera quedado muy sorprendida de haber sabido que el Archivador la había estado mirando a ella. Desde luego, no le había mentido al contestar -puesto que era incapaz de mentir-, pero había expresado la verdad parcialmente. El Archivador estaba enfrentándose con un problema con el cual no se había enfrentado hasta entonces ningún robot.

El amor estaba adquiriendo un apasionante interés ante él.

Es inútil decir que ese interés era puramente académico, pero no dejaba de ser interés. Y lo que había empezado a despertarlo era la naturaleza de su trabajo.

Un Archivador es un robot muy inteligente, y no se fabrican muchos de esa clase. Sólo se encuentran en bibliotecas importantes, encargados de manejar las colecciones más extensas y complicadas. Llamarles simples bibliotecarios sería menospreciarlos y tildar de sencillo a su trabajo. Desde luego, para colocar libros en las estanterías o rellenar fichas se necesita muy poca inteligencia, pero esas tareas eran desempeñadas por unos robots que podríamos llamar rudimentarios. El catalogar los conocimientos humanos ha sido siempre muy complicado. Y los robots Archivadores habían heredado esa tarea. Sus metálicos hombros la soportaban mucho mejor de lo que la habían soportado nunca los redondeados hombros de los bibliotecarios humanos.

Además de una memoria perfecta, el Archivador poseía otros atributos que normalmente corresponden al cerebro humano. Conexiones abstractas, por ejemplo. Si era preguntado acerca de unos libros sobre un determinado tema, podía pensar en libros que trataban de otros temas pero que estaban relacionados directa o indirectamente con los primeros. Podía recoger una sugerencia, digerirla y ofrecer un resultado inmediato en forma de una montaña de libros.

Esas características suelen estar limitadas al "homo sapiens". Son las que le colocan en el peldaño más alto de la escala animal. Si el Archivador era más humano que los otros robots, los únicos culpables eran sus constructores.

Desde luego, a él no le preocupaba este problema: se limitaba a interesarse en ciertas cosas. Todos los Archivadores tienen esa tendencia al interés, ya que están construidos para eso. Otro Archivador, el 9B-367-O, bibliotecario en la Universidad de Tashkent, habla concentrado su interés en los idiomas, debido a la inmensa cantidad de material de que disponía. Hablaba millares de idiomas y de dialectos, todos aquellos de los cuales existían textos en la biblioteca de la Universidad, y gozaba de una excelente reputación en los círculos lingüísticos. Esto era debido a las características de su biblioteca. El Archivador 13B, el que Se interesó por la rubia, trabajaba en los polvorientos pasillos dé la biblioteca de New Washington. Y además de tener acceso a una impresionante colección de microfilms, lo tenía también a toneladas de libros impresos sobre papel y que databan de algunos siglos.

El Archivador habla concentrado su interés, en las novelas de tiempos pretéritos.

Al principio Se sintió confundido por las referencias a amar y romance así como por los sufrimientos que parecían acompañarles. No pudo encontrar ninguna definición satisfactoria de aquellos vocablos, y estaba intrigado. La intriga le condujo al interés, y finalmente a la obsesión. Desconocedor por completo del mundo, se convirtió en una autoridad en Amor.

El Archivador no tardó en comprender que aquélla era la más delicada de todas las instituciones humanas En consecuencia, mantuvo sus investigaciones en secreto, guardando los resultados en los espaciosos circuitos de su cerebro. También comprendió que todos sus conocimientos procedían de libros escritos en tiempos pretéritos, que probablemente diferían de la realidad presente. En consecuencia, cuando vio a una pareja hablando amorosamente en la sección de zoología1 se ocultó entre las sombras y abrió al máximo su micrófono receptor. El diálogo que escuchó fue bastante soso, comparado con las líricas efusiones que habla encontrado en los libros. Esta comparación resultó interesante y aleccionadora.

A partir de entonces se dedicó a escuchar las conversaciones entre hombre y mujer siempre que tenía ocasión para ello. Trató también de mirar a las mujeres desde el punto de vista de los hombres, y viceversa. Esto era lo que le habla conducido a la contemplación de la rubia en la sala 22.

Y fue también lo que le condujo a su definitiva locura.

Unas semanas después, un investigador solicitó su ayuda y le entregó un montón de notas. Entre las notas había una cartulina que no tenía nada que ver con los libros que el hombre deseaba, y el Archivador se la devolvió a su dueño, el cual se la guardó en el bolsillo distraídamente. En cuanto el hombre tuvo sus libros y se hubo marchado, el Archivador se sentó y volvió a leer la cartulina. Sólo la habla contemplado por espacio de un segundo, pero no necesitaba más: la imagen de la cartulina habla quedado impresa para siempre en su cerebro. El Archivador, pues, leyó la cartulina y una idea empezó a tomar forma en sus circuitos.

La cartulina era una invitación a un baile de máscaras. El Archivador conocía perfectamente en qué consistía aquella clase de diversión: en docenas de las polvorientas novelas que había leído se describían con pelos y señales. La gente que acudía a ellos se disfrazaba, la mayoría con disfraces románticos.

¿Por qué no podía ir un robot a un baile de máscaras, disfrazado convenientemente?

Una vez metida aquella idea en su cabeza, no hubo modo de sacarla de allí. Era una Idea antirobot, acerca de un acto absolutamente antirobot. Pero el Archivador intuy6 por vez primera la posibilidad de romper la barrera entre sí mismo y los misterios del romance amoroso. Esto le hizo sentir más deseos de ir. Y, desde luego, fue.

Como es natural, el Archivador no podía comprarse un disfraz, pero esto no era problema: los almacenes estaban llenos de cortinajes viejos. Un manual de corte y confección le permitió aprender la técnica, y un grabado de un libro le dio la idea para su disfraz. Por lo visto, estaba predestinado a acudir al baile como un caballero a la antigua usanza.

Buscó un trozo de cartulina igual que la que había visto, e hizo un duplicado exacto de la invitación. Su máscara era en parte rostro, y en parte máscara. Los detalles no plantearon ninguna dificultad a su ingenio ni a su técnica. Mucho antes de la fecha fijada, el Archivador estaba completamente preparado. Los últimos días los pasó releyendo los libros que hablaban de bailes de disfraces, y aprendiendo los pasos de baile más modernos.

Estaba tan entusiasmado con su idea, que no se detuvo ni un solo instante a pensar en la absurdidad de lo que iba a hacer. No era más que un científico estudiando una especie animal. El hombre.

Llegó la gran noche y el Archivador salió de la biblioteca a última hora, con lo que parecía un paquete de libros y que desde luego no lo era. Nadie le vio esconderse entre los árboles del jardín de la biblioteca. Si alguien le hubiera visto, quizás le habría relacionado con el elegante caballero que surgió unos instantes después. Únicamente el vacío papel de envolver daba una muda evidencia de su disfraz.

El porte del Archivador en su nueva personalidad correspondía a lo que cabía esperar de un robot superior que se ha estudiado un papel a la perfección. Subió las escaleras que conducían al vestíbulo de tres en tres, y entregó su invitación con una reverencia. Una vez dentro se encaminó directamente al bar y se tragó tres copas de champaña, vertiéndolas a través de un tubo de plástico hasta un recipiente ubicado en su tórax. Sólo entonces dejó que sus ojos vagaran sobre las bellezas reunidas en el salón.

De todas las mujeres que allí estaban, solamente una prendió su atención. El Archivador pudo comprobar inmediatamente que era la más bella del + baile y la única que merecía ser conquistada. Y el Archivador se dispuso a emprender la conquista, en memoria de los 50.000 héroes de aquellos antiguos libros.

Carol Ann Van Damm estaba asediada, como de costumbre. Llevaba el rostro cubierto con una máscara, pero ningún disfraz podía ocultar del todo su belleza. Todos sus habituales pretendientes estaban allí, solicitando un baile, ávidos por conquistar a la muchacha y el dinero de su padre. Lo de siempre... Carol Ann Van Damm se aburría y apenas podía disimular sus bostezos.

Hasta que el grupo de pretendientes fue hendido cortés pero irrevocablemente por los anchos hombros del desconocido. Era un león entre lobos.

-Este es nuestro baile -dijo seguro de sí mismo.

Casi automáticamente, Carol cogió la mano que se tendía hacia ella, incapaz de contradecir a aquel hombre. Al cabo de un instante estaban valsando admirablemente. Los músculos del desconocido eran duros como el acero, pero bailaba con la ligereza y la gracia de un profesional.

-¿Quién es usted? -susurró la muchacha.

-Su príncipe, que ha venido a raptarla -murmuró el Archivador en la rosada orejita.

-Habla usted como en los cuentos de hadas -rió Carol.

-Esto es un cuento de hadas, y usted es la heroína.

Las palabras del desconocido penetraban hasta lo más íntimo de su ser. Los labios del Archivador musitaban las palabras que ella había deseado oír toda su vida.

De repente, una llamada de la orquesta sobresaltó a la muchacha.

-Las doce -susurró-. La hora de quitarse el antifaz.

Su antifaz cayó al suelo, pero el Archivador no hizo el menor movimiento

-Vamos, vamos -añadió Carol-, quítatelo.

Era una orden y, como robot que era, tuvo que obedecer. Haciendo una reverencia, dejó su rostro al descubierto.

Carol Ann lanzó un grito y luego estalló:

-¿Qué clase de burla es ésta, pedazo de hojalata? ¡Contesta!

-Sólo amor, querida. El amor que me ha traído aquí esta noche y me ha arrastrado a tus brazos.

La respuesta era bastante cierta, aunque el Archivador la expresó de acuerdo con lo que exigía su disfraz.

Carol Ann perdió los estribos.

-¿Quién te ha enviado aquí? ¡Contesta! ¿Qué significa ese disfraz? ¡Contesta! ¡CONTESTA! ¡CONTESTA!

El Archivador trató de clasificar las preguntas y contestarías una a una, pero la muchacha no le dio tiempo para hablar.

-¡Es la broma más indecente de todos los tiempos! ¡Enviarte aquí disfrazado de hombre! ¡A un robot! ¡A una máquina con dos patas! ¡Hacerme creer que eras un hombre, cuando no eres más que un robot!

Súbitamente, el Archivador se puso en pie, y sus palabras surgieron roncas a través de su altavoz:

-Soy un robot...

En su acento había ahora una nota de mecánica desesperación. Las ideas perseguían a las ideas a través de los retorcidos circuitos electrónicos de su cerebro: Soy un robot.. un robot... debo de haber olvidado que soy un robot... ¿qué puede estar haciendo aquí un robot?... un robot no puede amar a una mujer... una mujer no puede amar a un robot... sin embargo ella ha dicho que me amaba... pero yo soy un robot... un robot...

Con un mecánico estremecimiento dio media vuelta y empezó a alejarse de la muchacha. A cada paso que daba, sus dedos de acero desgarraban las ropas de su disfraz y la carne de plástico. Su camino quedó sembrado de jirones de tela. Atravesó el jardín y salió a la calle, mientras las ideas giraban en círculos cada vez más amplios en el interior de su cabeza.

Su cerebro había perdido el control, y su cuerpo no tardó en perderlo también. Sus piernas anduvieron más rápidamente, sus motores vibraron con más intensidad y la bomba central de lubricación, instalada en su tórax, se agitó desacompasadamente.

Luego, lanzando un chirrido mecánico, el Archivador levantó los dos brazos y se precipitó hacia adelante. Su cabeza chocó contra el ángulo de una escalera y el canto de granito se hundió en el metal. Los complicados circuitos que formaban su cerebro quedaron descargados instantáneamente.

El Robot Archivador 13-B44~K estaba completamente muerto.

Esto fue lo que leyó en el informe el mecánico al cual fue enviado al día siguiente. No decía completamente muerto, desde luego, pero si completamente estropeado. Sin embargo, al examinar el cadáver metálico, ocurrió una cosa muy curiosa.

Un segundo mecánico le ayudaba en el examen. Él fue quien abrió el tórax y desenroscó la estropeada bomba de lubricación.

-Aquí está la avería -anunció-. Defecto de funcionamiento de la bomba. Se rompió el pistón, la bomba dejó de funcionar, las articulaciones se descentraron por falta de aceite... y el robot cayó y se partió la cabeza.

El primer mecánico se limpió la grasa de las manos y examinó la bomba estropeada. Luego miró a través del agujero abierto en el pecho del robot.

-Casi podría decirse que ha muerto con el corazón destrozado...

Los dos hombres se echaron a reír, mientras la bomba iba a reunirse con el montón de chatarra en que se hablan ido convirtiendo los miembros del Robot Archivador 13B-44-K.



[ F I N ]






viernes, 1 de mayo de 2009

El Brindis del Bohemio


EL BRINDIS DEL BOHEMIO
Guillermo Aguirre Fierro. Mexico
El Paso, Texas 1915

En torno de una mesa de cantina,
una noche de invierno,
regocijadamente departían
seis alegres bohemios.

Los ecos de sus risas escapaban
y de aquel barrio quieto
iban a interrumpir el imponente
y profundo silencio.

El humo de olorosos cigarrillos
en espirales se elevaba al cielo,
simbolizando al resolverse en nada,
la vida de los sueños.

Pero en todos los labios había risas,
inspiración en todos los cerebros,
y, repartidas en la mesa, copas
pletóricas de ron, whisky o ajenjo.

Era curioso ver aquel conjunto,
aquel grupo bohemio,
del que brotaba la palabra chusca,
la que vierte veneno,
lo mismo que, melosa y delicada,
la música de un verso.

A cada nueva libación, las penas
hallábanse más lejos del grupo,
y nueva inspiración llegaba
a todos los cerebros,
con el idilio roto que venía
en alas del recuerdo.

Olvidaba decir que aquella noche,
aquel grupo bohemio
celebraba entre risas, libaciones,
chascarrillos y versos,
la agonía de un año que amarguras
dejó en todos los pechos,
y la llegada, consecuencia lógica,
del “Feliz Año Nuevo”...

Una voz varonil dijo de pronto:
—Las doce, compañeros;
Digamos el “requiéscat” por el año
que ha pasado a formar entre los muertos.
¡Brindemos por el año que comienza!
Porque nos traiga ensueños;
porque no sea su equipaje un cúmulo
de amargos desconsuelos...

—Brindo, dijo otra voz, por la esperanza
que a la vida nos lanza,
de vencer los rigores del destino,
por la esperanza, nuestra dulce amiga,
que las penas mitiga
y convierte en vergel nuestro camino.

Brindo porque ya hubiese a mi existencia
puesto fin con violencia
esgrimiendo en mi frente mi venganza;
si en mi cielo de tul limpio y divino
no alumbrara mi sino
una pálida estrella: Mi esperanza.

—¡Bravo! Dijeron todos, inspirado
esta noche has estado
y hablaste bueno, breve y sustancioso.
El turno es de Raúl; alce su copa
Y brinde por... Europa,
Ya que su extranjerismo es delicioso...

—Bebo y brindo, clamó el interpelado;
brindo por mi pasado,
que fue de luz, de amor y de alegría,
y en el que hubo mujeres seductoras
y frentes soñadoras
que se juntaron con la frente mía...

Brindo por el ayer que en la amargura
que hoy cubre de negrura
mi corazón, esparce sus consuelos
trayendo hasta mi mente las dulzuras
de goces, de ternuras,
de dichas, de deliquios, de desvelos.

—Yo brindo, dijo Juan, porque en mi mente
brote un torrente
de inspiración divina y seductora,
porque vibre en las cuerdas de mi lira
el verso que suspira,
que sonríe, que canta y que enamora.

Brindo porque mis versos cual saetas
Lleguen hasta las grietas
Formadas de metal y de granito
Del corazón de la mujer ingrata
Que a desdenes me mata...
¡pero que tiene un cuerpo muy bonito!

Porque a su corazón llegue mi canto,
porque enjuguen mi llanto
sus manos que me causan embelesos;
porque con creces mi pasión me pague...
¡vamos!, porque me embriague
con el divino néctar de sus besos.

Siguió la tempestad de frases vanas,
de aquellas tan humanas
que hallan en todas partes acomodo,
y en cada frase de entusiasmo ardiente,
hubo ovación creciente,
y libaciones y reír y todo.

Se brindó por la Patria, por las flores,
por los castos amores
que hacen un valladar de una ventana,
y por esas pasiones voluptuosas
que el fango del placer llena de rosas
y hacen de la mujer la cortesana.

Sólo faltaba un brindis, el de Arturo.
El del bohemio puro,
De noble corazón y gran cabeza;
Aquél que sin ambages declaraba
Que solo ambicionaba
Robarle inspiración a la tristeza.

Por todos estrechado, alzó la copa
Frente a la alegre tropa
Desbordante de risas y de contento;
Los inundó en la luz de una mirada,
Sacudió su melena alborotada
Y dijo así, con inspirado acento:

—Brindo por la mujer, mas no por ésa
en la que halláis consuelo en la tristeza,
rescoldo del placer ¡desventurados!;
no por esa que os brinda sus hechizos
cuando besáis sus rizos
artificiosamente perfumados.

Yo no brindo por ella, compañeros,
siento por esta vez no complaceros.
Brindo por la mujer, pero por una,
por la que me brindó sus embelesos
y me envolvió en sus besos:
por la mujer que me arrulló en la cuna.

Por la mujer que me enseño de niño
lo que vale el cariño
exquisito, profundo y verdadero;
por la mujer que me arrulló en sus brazos
y que me dio en pedazos,
uno por uno, el corazón entero.

¡Por mi Madre! Bohemios, por la anciana
que piensa en el mañana
como en algo muy dulce y muy deseado,
porque sueña tal vez, que mi destino
me señala el camino
por el que volveré pronto a su lado.

Por la anciana adorada y bendecida,
por la que con su sangre me dio vida,
y ternura y cariño;
por la que fue la luz del alma mía,
y lloró de alegría,
sintiendo mi cabeza en su corpiño.

Por esa brindo yo, dejad que llore,
que en lágrimas desflore
esta pena letal que me asesina;
dejad que brinde por mi madre ausente,
por la que llora y siente
que mi ausencia es un fuego que calcina.

Por la anciana infeliz que sufre y llora
y que del cielo implora
que vuelva yo muy pronto a estar con ella;
por mi Madre, bohemios, que es dulzura
vertida en mi amargura
y en esta noche de mi vida, estrella...

El bohemio calló; ningún acento
profanó el sentimiento
nacido del dolor y la ternura,
y pareció que sobre aquel ambiente
flotaba inmensamente
un poema de amor y de amargura.